lunes, 31 de octubre de 2016

PUCE Quito. Incorporaciones

   La culminación de los estudios universitarios es uno de los mejores momentos de la vida. Cierra una etapa e inicia otra en el irreversible camino hacia la madurez humana. Con el acto académico de esta noche, queridos jóvenes, ustedes no solo se incorporan a sus respectivas profesiones. Ustedes atraviesan hoy una puerta sobre la cual no volverán, y esto seguramente los marcará de por vida.
Ante todo los felicito por haber llegado felizmente al término de este esfuerzo, y por haberlo hecho por sus propios méritos. Consiguieron lo que se propusieron y ahora están listos para apuntar a horizontes de mayor altura. 

   Además de felicitarlos, deseo compartir con graduados y familiares una reflexión sobre lo que me parece importante que recuerden de estos años. Al finalizar una etapa de la vida, todos hacemos el balance de lo que debemos dejar y de lo que conviene llevar a la siguiente etapa. Por esto quiero invitarlos a pensar en una de las características esenciales de nuestra universidad que espero los haya marcado a fondo en estos años y les sirva para orientar sus vidas en el futuro próximo y lejano.
Sabemos que la PUCE es una universidad católica. Sin embargo, de tanto oírlo apenas significa algo ahora. Con el adjetivo “católico” o “católica” pasa lo mismo que con muchas palabras grandes e importantes: su continuo uso y abuso termina por  desgastar la palabra.

   Es bueno entonces que nos preguntemos: ¿Puede una universidad ser “católica” o basta con que sea únicamente universidad? Sí parece razonable hablar de moral católica o religión católica, porque estas expresiones describen un tipo especial de religión o un cierto enfoque moral relacionado con una religión. Pero hay ciertas realidades a las cuales no cabe aplicar el adjetivo “católico” porque nos sonaría mal, nos resultaría impropio. Hablar de “matemáticas católicas” o de una “autopista católica” no tiene sentido, si se quiere hablar en serio. Para que las palabras todavía signifiquen algo hay que cuidarse de abusar de ellas.

 Pues bien, para algunos la universidad católica pertenece a este tipo de realidades: es un contrasentido porque la universidad – es lo que nos dicen – debe ser universidad, sin adjetivos. Llamarla “católica”, “libre”, “popular”, no solo que no añadiría nada sino que desvirtuaría la substancia de esta institución milenaria.

  Yo quiero sostener que una universidad puede ser al mismo tiempo universidad y católica. Puede ser lo uno sin dejar de ser lo otro. Debo aclarar de entrada que no entiendo por universidad católica una universidad para católicos o una empeñada en convertir a estudiantes indecisos en católicos fervientes. Luego del cambio de mentalidad en la Iglesia y en razón del Estado laico en que vivimos, la Iglesia defiende el derecho humano a la libertad de creencia, de manera que admitimos alumnos independientemente de sus convicciones religiosas o filosóficas. Hacerlo así sería no solo discriminatorio sino nada católico. 

  Tampoco es cierto que el objetivo de una universidad católica sea el convertir sus estudiantes al catolicismo. Del mismo modo que sería discriminatorio admitir estudiantes en función de sus creencias, sería atentatorio a los derechos humanos el presionarlos para que adquieran una determinada religión. Tanto más cuanto la fe es una decisión libre y personal. Si así se hiciera, la institución sería muy católica pero poco o nada universitaria. De hecho, a las seis sedes de nuestra universidad asisten estudiantes de diversas orientaciones religiosas o filosóficas o ninguna en particular, y todos ellos son tratados con la misma consideración y respeto por la institución, como es propio de una institución moderna y de cultura democrática. 

  ¿Cómo entonces una universidad puede ser católica sin dejar de ser universidad? Quiero sostener que católica será aquella universidad que forme al estudiante a ejercer su profesión de un determinado modo y con un sentido bien definido. La catolicidad no le viene por las carreras o asignaturas que enseñe, al menos no en primer lugar, ni por el prestigio que adquiera o los temas que aborden sus publicaciones, sino por la propuesta de sentido con la que se identifique y que ofrezca a los profesionales que se forman en sus aulas.

  En mi opinión, lo católico y cristiano puede resumirse en estos tres objetivos vitales y laborales: amar más, contribuir a reducir el sufrimiento y crecer juntos en humanidad.

  Vivimos en sociedades divididas, con individuos solos que pueblan un mundo roto. El planeta necesita ser reconciliado en estas tres dimensiones: social, personal y ambiental. Quien se considera católico o católica debe practicar y predicar esta actitud que San Juan Pablo II define como la constante voluntad de buscar el bien del otro. Para simplificar, la tradición católica la ha llamado “amor”, pero esto siempre trae el riesgo de identificar esta actitud con un afecto o sentimiento. Sin embargo, el amor en clave cristiana es también solidaridad, perdón de los enemigos, compromiso con las grandes causas, responsabilidad con las generaciones futuras, y sí, también relaciones afectivas y maduras de pareja o de amistad. 

  En el mundo en que vivimos el sufrimiento existe y es inevitable. Podemos ocultarlo cambiando de canal o sublimarlo buscándole una explicación atribuible a Dios, el destino, la mala suerte, el karma o quién sabe qué entidad sobre natural. Hay que erradicar el sufrimiento en la sociedad y en nosotros mismos, y esto es también parte de la cosmovisión cristiana, más aún cuando la sociedad cuenta con una enorme panoplia de medios técnicos y científicos para hacerlo. Y cuando la erradicación se vuelve imposible, porque así es, todavía hay que combatirlo manteniéndonos dignos ante las diversas fuentes del sufrimiento humano. Contribuir a la disminución del sufrimiento es el segundo objetivo vital del cristiano católico.

  Por otra parte debemos reconocer que esta sociedad es despiadada. En este momento, si no ha sido antes, seguramente ya han descubierto el poder de las muchas fuerzas destructoras a las que estamos expuestos: desde nuestros propios demonios interiores hasta las costumbres y valores de una sociedad que valora la acumulación material por encima de todo. Pues bien, crecer como seres humanos, y crecer juntos, apoyándonos unos a otros, es el tercer objetivo de una actitud vital que se puede considerar católica. En nuestro modelo formativo llamamos a esta objetivo la formación integral porque no podemos promover lo que yo llamaría la hipertrofia profesional: sujetos con grandes cabezas pero con pobres corazones, con hábiles manos para hacer dinero pero torpes para ofrecerlas a los caídos en el camino. 

  Ahora bien, ¿qué tiene que ver nuestra universidad con todo lo dicho hasta aquí? He querido decir fundamentalmente dos cosas. Primero, que el profesional que sale de nuestras aulas será uno de los mejores del país y encontrará trabajo con toda seguridad. Una encuesta de Cedatos con fecha 2015 nos dice que nuestros graduados tienen el 97% de empleabilidad. Para esto somos universidad, y por esto somos una de las mejores del país. 

  En segundo lugar, aspiramos al mismo tiempo que nuestros estudiantes y graduados hagan de su ejercicio profesional su contribución a un mundo donde sea posible amar más, sufrir menos y crecer juntos en humanidad. En este sentido la universidad se reconoce abiertamente católica. No por proselitista, como ya lo expliqué, sino porque fomenta un modo particular de ser profesional y persona humana.

  Permítanme insistir un poco más sobre esta idea. Lo propio de los profesionales que se gradúan en la Universidad Católica no es la combinación entre actividad profesional por un lado y servicio social o voluntariado o actividad filantrópica, por el otro; todo esto está bien, pero no marca lo esencial de nuestro modelo formativo. No es nuestro interés sugerirles que trabajen duro de lunes a viernes y el sábado lo reserven para visitar niños enfermos. Lo característico de nuestros graduados, al menos tal es nuestra aspiración, es que hacen del ejercicio profesional una herramienta, su herramienta para inventar un mundo más amable, menos brutal y donde quepan todos. 

  Queridos jóvenes: hoy ustedes dejan la universidad para siempre. Pero la esperanza de quienes nos quedamos como docentes o administrativos es que la universidad no los deje nunca, que ustedes se lleven en sus maletas tanto su dimensión universitaria, como su sello católico, tal como he intentado explicar. 

  Dicen los expertos que el mundo avanza tan rápido que los conocimientos de la humanidad quedan obsoletos cada cinco años. Si de la universidad se llevan solo conocimientos, al cabo de cinco años estarán desactualizados, y gustosos los recibiremos para su segunda carrera. Pero si al cabo de estos años han aprendido que un mundo con más amor, menos sufrimiento y más humanidad es una buena razón para ser excelentes profesionales, del campo que sean, todos los esfuerzos de sus padres y docentes habrán valido la pena, y la universidad se sentirá muy honrada gracias a ustedes.

  Que el Buen Dios les acompañe en el futuro así como ha sabido bendecirlos con el éxito bien merecido por el cual hoy todos nos alegramos.

Muchas gracias por su atención.

Quito, 07 de octubre 2016
Cordialmente Fernando Ponce León, S.J.
Pontificia Universidad Católica del Ecuador
Rector