martes, 12 de enero de 2016

Seminario Internacional: Los Retos de las Universidades Católicas en el Nuevo Milenio

  Comienzo por agradecer a los organizadores la gentileza en invitarme y la oportunidad que me brindan de compartir con ustedes estas breves reflexiones sobre los retos que enfrentan las universidades en el nuevo milenio. Hablaré principalmente de las universidades católicas, aunque algunas ideas pueden ser aplicables a cualquier universidad.

  Las universidades son organizaciones que en la sociedad de la información y el conocimiento cobran una importancia cada vez mayor. No son las únicas organizaciones cuya materia prima es el conocimiento; existen laboratorios privados y públicos, academias e institutos de diversa índole, iniciativas privadas, etc. pero sí tienen la particularidad de congregar en un solo universo a los productores de conocimiento, a quienes lo transforman, aplican o difunden en el entorno. Sus potencialidades son inmensas, y allí radica precisamente la razón de sus múltiples retos, que son mucho más de los que aquí mencionaré.

  Todas las universidades buscan ser pertinentes para su sociedad. En la tradición universitaria latinoamericana se dice que la pertinencia consiste en contribuir al desarrollo del país mediante el ejercicio de sus funciones sustantivas. Ahora bien, pocas veces nos preguntamos por el modelo o modelos de desarrollo a los cuales están atadas las universidades de nuestra región. Quizás el primer reto de las universidades en el momento actual consista en explicitar para sí mismas y para la sociedad la idea de desarrollo o de bienestar que las sostiene y que justifica todo su quehacer.

  En momentos en que nuestra casa común se degrada, la sociedad humana se torna cada vez más excluyente y las personas tienden a confundir sus referencias existenciales, es irresponsable no plantearse esta cuestión o suponer una idea de desarrollo que incrementa estas tendencias destructivas. Es igualmente inaceptable que una universidad fomente el éxito personal de sus estudiantes y académicos prescindiendo totalmente de su impacto en las estructuras políticas, económicas, culturales y ambientales del país.

  En lo que concierne a las universidades católicas, y concretamente la nuestra, el significado de nuestra pertinencia viene dado por la reciente encíclica Laudato Si del Papa Francisco. Este documento no es un compendio de soluciones, como es obvio, pero sí una propuesta de desarrollo sostenible e integral que la PUCE deberá acoger, debatir, adaptar e implementar a través de sus tareas propias.

  Este primer reto que yo llamaría “identitario” porque exige que la universidad se pregunte en qué cree y lo diga, se completa con otros relativos a su misión específica. Me refiero al primero de ellos. Sabemos que toda universidad trabaja con el conocimiento: lo produce con la investigación, lo suscita mediante la enseñanza, la difusión, la relación con la comunidad, lo aplica y transforma en sus laboratorios y centros de pensamiento. Pero ¿con qué tipos de conocimientos trabaja? ¿Cuáles son los conocimientos que valen para la universidad? Sin duda toda universidad debe aplicarse al desarrollo de las ciencias y al estudio de sus aplicaciones tecnológicas. Es incluso necesario que existan instituciones enfocadas exclusivamente en estos campos del saber, como las escuelas politécnicas o los institutos tecnológicos. Pero toda institución de educación superior, incluyendo estas últimas, debe tener presente que el ser humano y la sociedad se constituyen gracias a la integración de diversos saberes: el saber científico por supuesto, pero también el filosófico y las ciencias sociales. También son importantes para la persona y la sociedad los saberes ancestrales, las cosmovisiones religiosas, los saberes propios de las culturas llamados sabiduría popular.

  La preeminencia unilateral de las ciencias y las tecnologías produjo en los siglos XIX y XX el aparecimiento del paradigma tecnocrático responsable en gran medida de la crisis socio-ambiental del presente. Frente a esto, las universidades tienen hoy el gran reto de integrar los distintos saberes humanos en los procesos de investigación y aprendizaje que promueven. No se trata solo de hacer dialogar entre sí varias disciplinas científicas, sino también de hacer converger en la academia modos complementarios de aproximación a la realidad: por un lado, las ciencias que explican el mundo y su funcionamiento; por el otro, los demás saberes que buscan la comprensión de su sentido.

  Para las universidades católicas como la nuestra este reto significa renovar su misión de propiciar el diálogo entre las ciencias y la fe cristiana, y enriquecerlo con la participación de formas tradicionales y nuevas de aprehender la realidad. Esto es tanto más importante cuanto el cuidado de la casa común, como lo dice el Papa Francisco, requiere el aporte de todos los puntos de vista porque no hay un único camino de solución ante la crisis socio-ambiental. Según la metáfora bíblica del Jardín del Edén, la tecnociencia ha llevado al extremo el aspecto del cultivo de la naturaleza, pero ya no podemos seguir de esta manera. Otras formas de ver la realidad nos enseñan que también es necesario cuidar esto que se cultiva con tanta voracidad desde hace un par de siglos.

  El tercer reto al que me quiero referir atañe también la misión universitaria. El conocimiento es apenas una herramienta, se dice con razón. Pero ¿en manos de quien pone la universidad esta herramienta, y para qué? No debería ser en manos de quienes pueden pagarla, puesto que la educación superior, así como la educación en general, es un bien público y como tal no debe convertirse en mercancía. Tal vez esta herramienta debería ir a manos de los más capaces, de aquellos que realmente pueden sacarle el mejor provecho. Pero esta respuesta convence a medias, porque ser más capaz no significa necesariamente entender mejor los fines de la educación y el conocimiento.

  ¿Qué hacer entonces con esta poderosa herramienta? Las universidades debemos tener claro que el contexto social y económico en el que existimos no es neutral. La sociedad humana está de hecho atravesada por desigualdades y exclusiones enraizadas en lo más hondo de ella, de modo que todo lo que hacemos o transforma esta realidad o la mantiene igual, pero nunca será indiferente ante las injusticias estructurales que nos condicionan. En otras palabras, educar es un acto político, en el sentido más propio de la palabra; es decir fortalece o destruye nuestra convivencia como ciudadanos de una misma comunidad política.

  Para las universidades de inspiración cristiana como la nuestra el reto es entonces ofrecer educación superior con un claro sentido del mundo que queremos construir a través de esta herramienta. En el lenguaje del pensamiento social católico, esto quiere decir optar por los excluidos y por los que el mundo considera descartables. Esto no significa solo ofrecer facilidades de estudio a personas pertenecientes a grupos históricamente discriminados, aunque esto sí hay que hacerse. Significa en primer lugar, orientar la investigación a la solución directa o indirecta de los problemas que afectan a estas poblaciones. Quiere decir también poner a nuestros estudiantes en contacto con el mundo de la exclusión durante sus actividades de vinculación con la colectividad con el fin de sensibilizarlos, suscitar su creatividad para pensar diferente y en condiciones distintas a las acostumbradas, y despertar la solidaridad cívica que difícilmente se conseguiría de otra manera.

   Me he referido brevemente a tres desafíos fundamentales de la educación superior en estos tiempos. Ciertamente hay muchos más, y el seminario está diseñado precisamente para descubrirlos y debatir sobre las mejores maneras de enfrentarlos. Antes de terminar quisiera hacer algunas precisiones para completar lo que acabo de decir.

  En primer lugar, el que la universidad deba tener una idea clara sobre el tipo de desarrollo que quiere promover, sobre su posicionamiento ante el paradigma tecnocrático actual – y el nuestro es un posicionamiento humanista – y sobre las repercusiones políticas del acto educativo, de ninguna manera contradice la libertad académica ni la libertad de pensamiento, principios centrales de toda universidad. Lo que sí pretende es marcar la cancha para el ejercicio de estas libertades e invitar a transparentar las intenciones institucionales, porque no es cierto que todas las universidades son más o menos lo mismo.

  En segundo lugar, mi insistencia sobre la necesidad de abrir las puertas de la academia a otros saberes, incluidas las cosmovisiones religiosas, de ninguna manera equivale a menospreciar la rigurosidad y especialización de las ciencias y las tecnologías. Siempre necesitaremos construir puentes, y para esto hace falta medir y calcular con la mayor precisión posible. Pero también hay que saber para qué y para quién queremos puentes.

  Por último, y ya en el contexto ecuatoriano, es indudable que la universidad debe contribuir al cambio de la matriz productiva y de la matriz cognitiva. Nuestra universidad al menos lo tiene claro, pero también sabe que hay diversidad de productores, y que producción, distribución y consumo son procesos interrelacionados. Podemos pues decir que nos esperan estimulantes debates sobre nuestra contribución a pequeños y medianos productores, a la distribución justa de la producción y al consumo responsable y solidario en condiciones de crisis socio-ambiental.

  Quiero terminar agradeciendo desde ahora a las instituciones y personas que contribuyen a la realización de este seminario excepcional por la calidad de los ponentes. Que estos dos días sean muy fructíferos para todos ustedes.

Muchas gracias por su atención.

Dr. Fernando Ponce León S. J. 
12 de enero 2016