Fernando Ponce León, 23 de junio 2017
El día de hoy, queridos jóvenes,
ustedes dan un paso trascendental. Dejan de ser estudiantes, y pasan a ser algo
más que graduados; pasan a formar parte del cuerpo compuesto por profesionales
de la rama del saber que ustedes eligieron. Por esto el nombre del evento:
incorporación, es decir integración en un cuerpo o colectivo al cual tienen hoy
todo el derecho de pertenecer, y en el cual participarán de manera destacada
gracias a la formación recibida en nuestra universidad.
Con esta incorporación dejan nuestras
aulas y se llevan con ustedes un gran tesoro llamado conocimiento a la
siguiente etapa de su vida. Al igual que pasa con todas las riquezas, la
posesión de este tesoro implica una gran responsabilidad, y sobre esto quisiera
hablar brevemente esta tarde. Mi intención es compartir con ustedes seis
claves, o ideas básicas, sobre el conocimiento según el pensamiento social de
la Iglesia, que es el que caracteriza nuestra universidad. Seguramente repetiré
muchas cosas que ustedes ya saben, pero creo que el presentarles esta síntesis
es nuestra manera de contribuir al éxito personal y profesional, que de todo
corazón lo deseamos.
A riesgo de simplificar, diré que el
pensamiento social de la Iglesia sobre el conocimiento y la educación puede
resumirse de la siguiente manera.
En primer lugar, y como punto de
partida, hay que afirmar que el conocimiento es una nueva forma de riqueza. En
la sociedad de la información y conocimiento en la que vivimos, el saber
especializado se ha convertido en el principal factor para la generación de la
riqueza personal y social, y aunque no ha reemplazado totalmente a otros
factores, como la tierra, la producción industrial, o el capital financiero, ha
llegado a ser un bien altamente cotizado por empresas y gobiernos en todo el
mundo.
En segundo lugar, el conocimiento y
la educación importan porque pueden contribuir a una vida plena y realizada. Para
algunos, el único valor del conocimiento es su capacidad de contribuir a la
generación de riqueza, tal como acabo de decirlo. Pero diversos estudios sobre
el desarrollo muestran que además de aquello, que en sí no tiene nada de
condenable, el conocimiento expande las capacidades y oportunidades de las
personas y contribuye a su calidad de vida. El conocimiento agranda nuestra
visión del mundo y puede hacernos mejores personas, no solo mejores y más
eficientes generadores de riqueza.
En tercer lugar, el conocimiento
conlleva exigencias éticas. Nótese bien que en el párrafo anterior dije que el
conocimiento puede contribuir, y no que contribuye ipso facto, a la plenitud humana. Esto es así porque con el saber
que producimos y acumulamos pasa lo mismo que con cualquier instrumento: su
valor no está en sí mismo sino en el uso que le demos. Por esta razón, quien
sabe no es más que quien no sabe por el solo hecho de haber pasado por la
universidad, pero sí puede hacer más cosas o conseguir mayores logros para sí y
para la sociedad con este magnífico instrumento que es el saber. Pero también
puede resultar lo contrario, es decir que el conocimiento mal utilizado o mal
administrado produzca personas intelectualmente ricas, pero humanamente
miserables.
En la visión del Papa Francisco, la
principal exigencia ética del conocimiento al momento actual es contribuir al
desarrollo sostenible de los pueblos de la tierra. La ciencia nos proporciona
hoy suficientes certezas sobre el grado de deterioro del planeta, y sobre las
amenazas que afectan a muchas especies de seres vivientes, incluida la nuestra.
Es un deber humano y cristiano orientar nuestras investigaciones y saberes a
preservar la habitabilidad del planeta como casa común para todos sus
inquilinos. Esto ya no es una opción que libremente se pueda seguir o no, sino
una necesidad de sobrevivencia, aunque bien sabemos que los políticos muchas
veces anteponen sus intereses inmediatos a los intereses de largo plazo de la
humanidad en su conjunto.
En cuarto lugar, el conocimiento es
un componente esencial del bien común. En los estudios sobre el desarrollo es
común hablar del bien común y de los bienes particulares. El primero es un
concepto que la Iglesia ha integrado en su pensamiento social desde sus
inicios, y quiere decir “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen
posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y
más fácil de la propia perfección”. (Concilio
Vaticano II, 1965, n. 26). Es decir, para el pleno desarrollo de
sociedades y personas, son necesarias ciertas condiciones esenciales, como la
salud, la integridad física, el respeto a los derechos humanos, la democracia
y, como lo sostiene el pensamiento social cristiano y muchos más, la educación
y el conocimiento.
Esto implica que el acceso a la
educación y al conocimiento es un asunto de justicia social, si realmente
creemos que el desarrollo integral es para todos; no se trata de bienes
particulares que cada persona debe procurarse como pueda y en la medida en que
pueda.
En directa relación con lo anterior
está la quinta afirmación: el conocimiento es un bien público. A diferencia de
lo que sucede con los bienes llamados privados, la distribución de los
conocimientos y saberes acumulados por nuestras sociedades no disminuye al
distribuirse ni perjudica a quienes ya lo poseen, como sí podría pasar con una
bóveda de lingotes de oro, por ejemplo. Se puede decir incluso más: esta
riqueza llamada conocimiento tiene la particularidad que puede producir más
beneficios sociales cuanto más se distribuye entre más personas. En
consecuencia, es la sociedad en su conjunto quien debe gestionar la producción
y el acceso de todos al conocimiento, no las leyes del mercado, las cuales sí
pueden mostrarse útiles para la distribución de los llamados bienes privados.
Como bien decía el Papa Juan Pablo II, al analizar el nuevo orden capitalista
posterior a 1989, el mercado tiene sus límites. “Existen necesidades colectivas
y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias
humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza,
no se pueden ni se deben vender o comprar” (Juan
Pablo II, 1991, n. 40). Entre estas necesidades, se encuentran
indudablemente el conocimiento y la educación.
Las afirmaciones anteriores llevan a
la sexta y última: la educación es un derecho humano. Si el conocimiento puede
contribuir a la expansión de las capacidades humanas, si es condición esencial
para el desarrollo de personas y sociedades y si, además, no merma al ser
distribuido, entonces es un derecho para toda persona humana. Acceder a los
conocimientos actuales de una sociedad es algo que se debe a cada persona por
el solo hecho de ser humano y poseer la misma dignidad que el resto. La
educación y el conocimiento no son mercancías, no son favores que entrega el
bondadoso Estado o las compasivas sociedades de beneficencia; son derechos
desde el punto de vista del cristianismo y de cualquier otro pensamiento
igualitarista como el nuestro.
El Concilio Vaticano II así lo afirma
cuando, en su declaración sobre la educación cristiana, dice que “todos los
hombres, de cualquier raza, condición y edad, en cuanto partícipes de la
dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable a una educación que
responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y que sea
conforme a la cultura y las tradiciones patrias, y, al mismo tiempo, esté
abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos a fin de fomentar en la
tierra la verdadera unidad y la paz” (Concilio
Vaticano II, 1965b, n. 1). De manera mucho más directa, el Papa Juan
Pablo II coloca explícitamente en su lista de derechos humanos “el derecho a
madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y
el conocimiento de la verdad” (Juan Pablo II,
1991, n. 47).
Queridos jóvenes y padres de familia:
al hablar del conocimiento he comenzado refiriéndome al valor que tiene para
cada individuo y he terminado refiriéndome a su valor social. No puede ser de
otra manera porque las personas somos al mismo tiempo individuos y miembros de
una sociedad, y justamente por esto la PUCE ofrece una formación que refuerza
la integralidad de la persona.
Al presentarles esta síntesis en seis
puntos he querido simplemente atraer su atención sobre el gran instrumento que
se llevan a la siguiente etapa de su vida un instrumento cuyo uso y valor será
su responsabilidad. El último pedido que les hace la universidad es que sean
agradecidos con sus padres, con sus profesores y con la sociedad ecuatoriana:
todos ellos crearon las oportunidades que ustedes supieron aprovechar, como hoy
se demuestra. Y que de su corazón agradecido nazca un compromiso para que más
ecuatorianos y ecuatorianas accedan a la riqueza que hoy ustedes merecidamente
disfrutan.
Que el Buen Dios les acompañe en el
futuro, así como ha sabido bendecirlos con el éxito bien merecido por el cual
hoy todos nos alegramos. Muchas gracias por su atención.
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